A pesar de lo extendidos que están los
errores (1) acerca del buddhismo en general y del buddhismo tibetano en
particular, convienen los orientalistas en que el primordial anhelo de Buddha
fue salvar a los hombres, enseñándoles la práctica de la pureza y virtud en
grado sumo, desligándolos del servicio de este mundo engañoso y del amor al
todavía más engañoso, por ilusorio y vano, yo físico. Mas ¿de qué aprovecharía
toda una virtuosa vida de privaciones y sufrimientos si la aniquilación fuese
su resultado final? Si aun el logro de esa suprema perfección que conduce al
iniciado a recordar sus vidas pasadas, y a prever las futuras por el desarrollo
pleno de su divina visión interna, y adquirir el conocimiento que le revela las
causas (2) de los incesantemente periódicos ciclos de existencia, hubiera de
conducirle finalmente al no ser, y nada más, entonces fuera imbécil toda la
doctrina buddhista; y aun la epicúrea sería mucho más filosófica, que tal Buddhismo. Quien sea incapaz de
comprender la sutil, y no obstante hondísima, diferencia entre la vida en
estado físico y la vida puramente espiritual (el espíritu o la “vida del
alma”), jamás podrá apreciar en su pleno valor, ni aun en forma exotérica, las
excelsas enseñanzas de Buddha. La existencia individual o personal es causa de
pena y aflicciones; la vida colectiva e impersonal está henchida de divinas
bienaventuranzas y sempiternos goces, cuya luz no eclipsan las causas ni los
efectos. La esperanza en esta vida eterna, es la clave fundamental del
buddhismo. Si alguien nos dijera que la existencia impersonal no es tal
existencia, sino que equivale a la aniquilación, como han sostenido algunos
reencarnacionistas franceses, le preguntaríamos: ¿Qué diferencia puede haber en
las espirituales percepciones de un ego, entre si entra en el nirvâna cargado
tan sólo con los recuerdos de sus propias vidas personales (3), o si sumido por
completo en el estado parabráhmico se une al todo, con absoluto conocimiento y
absoluto sentimiento de representar humanidades colectivas? Un ego que pase tan
sólo por diez distintas vidas individuales, debe perder necesariamente su
unitaria individualidad y fundirse, por decirlo así, con dichos diez yoes.
Ciertamente que mientras este gran misterio sea letra muerta para los
pensadores, y especialmente para los orientalistas occidentales, no lograrán
estos explicarlo conforme a la verdad.
De
todas las filosofías religiosas, el buddhismo es la peor comprendida.
Tratadistas como Lassen, Weber, Wassilief, Brnouf, Julien, y aun “testigos
oculares” del buddhismo tibetano, como Csoma de Köros y Schlagintweit, no han
hecho hasta ahora otra cosa que aumentar la perplejidad y la confusión. Ninguno
de ellos bebió en la genuina fuente de un Gelugpa; sino que juzgaron el
buddhismo por las migajas de conocimiento recogidas en las lamaserías
fronterizas, en países densamente poblados por butaneses, leptchas, bhons y
dugpas de capacete rojo, a lo largo de la cordiller de los Himalayas. Se han
traducido y erróneamente interpretado, según añeja costumbre, centenares de
volúmenes adquiridos de manos de buddhistas chinos, buratos y shamanos; pero
las escuelas esotéricas dejarían de merecer el nombre que llevan, si transmitiesen
a los correligionarios profanos, y menos aun al público occidental, su
literatura y sus doctrinas. Así lo exigen la lógica y el buen sentido; aunque
los orientalistas occidentales se hayan negtado siempre a reconocerlo, por lo
que han proseguido discutiendo gravemente acerca de los méritos y absurdos de
los ídolos, “mesas adivinatorias”, “figuras mágicas de Phurbu” sobre la
“tortuga cuadrada” [Phurbu o P’urbu, significa “rayo mortífero”. Véase The Buddhism of Tibet, or
Lâmaism, por L. Austime Waddell, pág. 340/341]. Todo esto nada tiene que ver
con el verdadero buddhismo filosófico de los Gelugpas, ni aun con el de los más
cultos miembros de las sectas Sakyapa y Kadampa. Todas estas “placas” y mesas
de sacrificio, los círculos mágicos de Chinsreg [ofrendas incineradas], etc.,
fueron adquiridos sin reserva alguna en el Sikkhim, Bhutân y Tíbet oriental, de
manos de Böns y Dugpas; y no obstante, se han considerado como cosas
características del buddhismo tibetano. Tanto valdría juzgar, por ejemplo, de
las obras filosóficas poco conocidas del obispo Berkeley, después de estudiar
el cristianismo en las zarabandas que los leprosos napolitanos bailan ante la
idolátrica imagen de San Pipino, o llevando el ex voto que en Tsernie reproduce en cera el falo de los Santos
Cosme y Damián.
No
cabe duda de que los primitivos Shrâvakas (oyentes) y los Shramanas (los
“puros”, los “dominadores del pensamiento”), así como otras sectas buddhistas,
han ido degenerando hasta caer en el mero dogmatismo y ritualismo. Como todas
las enseñanzas esotéricas, las palabras de Buddha tienen un doble significado,
y como cada secta pretendió poseer exclusivamente el verdadero, se arrogó
supremacía sobre las demás. De ahí que el cisma corroyese, como horrible
cáncer, el hermoso cuerpo del buddhismo primitivo. A la escuela Nâgârjuna
Mahâyâna (“Vehículo Mayor”) se opuso la Hînayâna (“Vehículo Menor)”; y aun la
Yogâchârya de Âryâsanga quedó desfigurada por la anual peregrinación de
muchedumbres de vagabundos bajados de la India a las costas del lago
Mansarovara, y que vestidos de esteras se fingen yoguis y faquires, en vez de
trabajar. Una afectada repugnancia del mundo, y la fastidiosa e inútil práctica
de contar las inspiraciones y expiraciones, como medio de producir absoluta
tranquilidad de mente o meditación, arrastraron esta escuela al campo del Hatha
Yoga y la hicieron heredera de los tirthikas brahmánicos. Y aunque sus
srotâpattis, sakridâgâmines, anâgâmines y arhats (4) lleven los mismos nombres
en casi todas las escuelas, difieren muy mucho sus respectivas doctrinas y
ninguna de ellas es probable sirva para obtener los abhijnas (5) verdaderos.
Uno de los principales errores en
(?) que los orientalistas incurrieron al juzgar por “interna (?) evidencia”,
como ellos dicen, fue el de creer que los Pratyeka Buddhas, los Bodhisattvas y
los Buddhas “perfectos”, corresponden a un posterior desenvolvimiento del
Buddhismo. En estos tres grados capitales se fundan los siete y doce de la
jerarquía del adeptado. Son Pratyeka Buddhas los que han alcanzado el Bodhi
(sabiduría) de los buddhas, pero que no son instructores (6). Los bodhisattvas
humanos son, por decirlo así, candidatos al perfecto buddhado, que alcanzarán
en futuros kalpas, aunque con facultad de emplear desde luego sus poderes en
caso necesario. Los Buddhas “perfectos” son sencillamente los “perfectos”
Iniciados. Tanto los pratyekas como los bodhisattvas y los perfectos son
hombres y no seres desencarnados, según exponen las obras exotéricas de la
escuela Hînayâna. Su genuino carácter sólo puede verse en las obras secretas de
Lugrub o Nâgârjuna, fundador de la escuela Mahâyâna, cuyo fundador se dice fue
iniciado por las nâgas (7). Los anales fabulosos de China guardan memoria de que
Nâgârjuna tuvo su doctrina por opuesta a la de Gautama el Buddha hasta que las
nâgas le revelaron que era precisamente la misma doctrina enseñada en secreto
por el propio Shâkyamuni; pero esta fábula es pura alegoría y alude a la
reconciliación de buddhistas e hinduístas esotéricos, en un principio rivales.
Los hinduístas esotéricos, de quienes derivaron todas las demás sectas, se
habían establecido más allá de los Himalayas muchísimos siglos antes de
Shâkyamuni. De ellos fue discípulo Gautama, a quien le enseñaron las verdades
de la Shûnyatâ, lo perecedero y transitorio de las cosas terrenas, los
misterios del Prajnâ Pâramitâ o conocimiento del que “atraviesa la corriente” y
toma por fin el suelo firme del “Perfecto Ser” en las regiones de la Única
Realidad. Pero los arhats de Gautama no eran Gautama mismo.
La mayor parte de las doctrinas de
las escuelas Yogâchâya y Mahâyâna son esotéricas
Algunos pecaron de ambiciosos y reunidos en
concilios modificaron la primitivas enseñanzas, por lo que la escuela matriz no
quiso admitir a estos “heréticos” cuando las persecuciones empezaron a expulsar
de la India al buddhismo; hasta que, por último, la mayor parte de las escuelas
se sometieron a la guía y gobierno de los principales âshrams, y la Yogâchârya
de Âryâsanga se refundió en la primitiva Logia, donde desde tiempo inmemorial, yace oculta la postrera esperanza y
luz del mundo, la salvación de la humanidad. Varios son los nombres dados a
esta escuela primitiva y a la tierra en que se asienta. Los orientalistas la
designan con el mítico nombre de un fabuloso país; pero de esta tierra espera el
hinduísta a su Kalki Avatâra, el buddhista a su Maitreya, el parsi a su
Soshios, el judío a su Mesías, y también esperaría el cristiano a su Cristo, si
conociese esto.
Allí,
y solamente allí, impera el Paranishpanna (Yong-Grüb) o la absoluta comprensión
del Ser y del No-Ser, la inmutable existencia real en espíritu, aunque éste
aparentemente anime al cuerpo. Todos sus habitantes son un no-ego porque han
llegado a ser un perfecto ego. Su vacuidad es “autoexistente y perfecta” (si
los ojos profanos pudieran percibirla), porque se ha hecho absoluta; y lo
ilusorio se ha transmutado en la incondicionada Realidad, después de
desvanecidas en la nada las realidades de este nuestro mundo. La “Verdad
absoluta” (8) venció a la verdad relativa” (9); y los habitantes de esta
misteriosa región alcanzaron los estados de Svasamvedanâ (10) y de Paramârtha
(11), que trasciende a todo, y por lo tanto, a toda ilusión. Sus bodhisattvas y
buddhas “perfectos” llevan, en todos los idiomas buddhistas, nombres que
denotan celestiales e inaccesibles seres, pero que nada significan para la
obtusa percepción del profano europeo. Mas ¿qué les importa a quienes están en
este mundo, y sin embargo viven mucho más allá de nuestra ilusoria tierra?
Superior a ellos sólo hay una categoría de nirvânis: los dharmakâyas (chos-ku),
o nirvânis “sin residuos”, los puros y aruícos Hálitos (12).
De
aquí emergen de cuando en cuando los bodhisattvas en su cuerpo Prul-pa-ku
(nirmânakâya), y con apariencia humana enseñan a los hombres. Hay encarnaciones
voluntarias y conscientes, como las hay inconscientes.
DOCTRINA SECRETA
Autora: Helena P. Blavatsky
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