No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista. Este
error nace, como ya he indicado, de buscar en la familia, en la comunidad nativa, previa, ancestral,
en el pasado, en suma, el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa
para mañana.
Hay en la historia una perenne sucesión alternada de dos clases de épocas: épocas de
formación de aristocracias y con ellas de la sociedad, y épocas de decadencia de esas aristocracias,
y con ella disolución de la sociedad. En los purana indios se las llama época Kitra y época Kali, que
en ritmo perdurable se siguen una a otra. En las épocas Kali, el régimen de castas degenera; los
sudra, es decir los inferiores, se encumabran porque Brahma ha caído en el sopor. Entonces Vishnú
toma la forma terrible de Siva y destruye las formas existentes: el crepúsculo de los dioses alumbra
lívido el horizonte. Al cabo, Brama despierta, y bajo la fisonomía de Vishnú, el dios benigno, recrea
el Cosmos de nuevo y hace alborear la época Kitra.
A los hombres de una época Kali, como ha sido la que en nosotros concluye, les irrita
sobremanera la idea de las castas. Y sin embargo, se trata de un pensamiento profundo y certero.
Dos elementos muy distintos y de valor desigual se unen en él.
Por un lado, la idea de organización social en castas significa el convencimiento de que la
sociedad tiene una estructura propia, que consiste objetivamente, queramos o no, en una jerarquía
de funciones. Tan absurdo como sería querer deformar el sistema de las órbitas siderales, o negarse
a reconocer que el hombre tiene cabeza y pies; la Tierra, Norte y Sur; la pirámide, cúspide y base, es ignorar la existencia de una contextura esencial a toda sociedad, consistente en un sistema
jerárquico de funciones colectivas.
¿Cómo? ¿Cabe exigir de una sociedad que sea alguna otra cosa antes que justa?
Evidentemente, antes que ser justa una sociedad tiene que ser sana, es decir, tiene que ser una
sociedad. Por tanto, antes que la ética y el derecho, son sus esquemas de lo que debe ser, tiene que
hablar el buen sentido, con su intuición de lo que es.
Resulta completamente ocioso discutir si una sociedad debe ser o no debe ser constituida
con la intervención de una aristocracia. La cuestión está resuelta desde el primer día de la historia
humana; una sociedad sin aristocracia, sin minoría egregia, no es una sociedad.
Volvamos la espalda a las éticas mágicas y quedémosnos con la única aceptable, que hace
veintiséis siglos resumió Píndaro en su ilustre imperativo "llega a ser lo que eres". Seamos en
perfección lo que imperfectamente somos por naturaleza. Si sabemos mirarla, toda realidad nos
enseñará su defecto y su norma, su pecado y su deber.
Nada se halla, pues, más lejos de mi intención, cuando hablo de aristocracia, que referirme
a lo que por descuido suele aún llamarse así.
Procuremos pues, trasponiendo los tópicos al uso, adquirir una intuición clara sobre la
acción recíproca entre masa y minoría selecta, que es, a mi juicio, el hecho básico de toda sociedad
y el agente de su evolución hacia el bien como hacia el mal.
Cuando varios hombres se hallan juntos, acaece que uno de ellos hace un gesto más
gracioso, más expresivo, más exacto que los habituales, o bien pronuncia una palabra más bella,
más reverberante de sentido, o bien emite un pensamiento más agudo, más luminoso, o bien
manifiesta un modo de reacción sentimental ante un caso de la vida que parece más acertado, más
gallardo, más elegante o más justo. Si los presentes tienen un temperamento normal sentirán que,
automáticamente, brota en su ánimo el deseo de hacer aquel gesto, de pronunciar aquella palabra, de
vibrar con pareja emoción. No se trata, sin embargo, de un movimiento de imitación. Cuando
imitamos a otra persona nos damos cuenta de que no somos como ella, sino que estamos fingiendo
serlo. El fenómeno a que yo me refiero es muy distinto de ese mimetismo. Al hallar otro hombre
que es mejor, o que hace algo mejor que nosotros, si gozamos de una sensibilidad normal, deseamos
llegar a ser de verdad, y no ficticiamente, como él es, y hacer las cosas como él las hace. En la
imitación actuamos, por decirlo así, fuera de nuestra propia personalidad, nos creamos una máscara
exterior. Por el contrario, en la asimilación al hombre ejemplar que ante nosotros pasa, toda nuestra
persona se polariza y orienta hacia su modo de ser, nos disponemos a reformar verídicamente
nuestra esencia, según la pauta admirada. En suma, percibimos como tal la ejemplaridad de aquel
hombre y sentimos docilidad ante su ejemplo.
He aquí el mecanismo elemental creador de toda sociedad; la ejemplaridad de unos pocos
se articula en la docilidad de otros muchos. El resultado es que el ejemplo cunde y que los inferiores
se perfeccionan en el sentido de los mejores.
Esta capacidad de entusiasmarse con lo óptimo, de dejarse arrebatar por una perfección
transeúnte, de ser dócil a un arquetipo o forma ejemplar, es la función psíquica que el hombre añade
al animal y que dora de progresividad a nuestra especie frente a la estabilidad relativa de los demás
seres vivos.
Las más primitivas leyendas y mitos sobre creación de pueblos, tribus, hordas, aluden
patéticamente a personas sublimes, dotadas de prodigiosas facultades, padres del grupo social. Con
un torpe evemerismo muy siglo XIX, se ha explicado esto siempre diciendo que los hombres reales,
un tiempo influyentes en el grupo, fueron luego idealizados, ejemplarizados por la posteridad. Pero
sería inverosímil esta ideación si aquellos personajes no hubieran en vida suscitado este ideal
entusiasmo, si no hubieran sido de hecho ideales o arquetipos. No se hizo de ellos modelo porque
en vida fueron influyentes, sino, al revés, fueron influyentes, socializadores, porque fueron desde
luego modelos.
Este mecanismo de ejemplaridad-docilidad, tomado como principio de la coexistencia
social, tiene la ventaja, no sólo de sugerir cuál es la fuerza espiritual que crea y mantiene las
sociedades, sino que, a la vez, aclara el fenómeno de las decadencias e ilustra la patología de las
naciones. Cuando un pueblo se arrastra por los siglos gravemente valetudinario, es siempre o
porque faltan en él hombres ejemplares, o porque las masas son indóciles. La coyuntura extrema
consistirá en que ocurran ambas cosas.
Después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la
mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad en la
aristofobia u odio a los mejores.
La raíz de la descomposición nacional está, como es lógico, en el alma misma de nuestro
pueblo. Puede darse el caso de que una sociedad sucumba víctima de catástrofes accidentales en las
que no le toca responsabilidad alguna. Pero la norma histórica, que en el caso español se cumple, es
que los pueblos degeneran por defectos íntimos. Trátese de un hombre o trátese de una nación, su destino vital depende en definitiva de cuáles sean sus sentimientos radicales y las propensiones
afectivas de su carácter.
Si España quiere resucitar es preciso que se apodere de ella un formidable apetito de todas
las perfecciones. La gran desdicha de la historia española ha sido la carencia de minorías egregias y
el imperio imperturbado de las masas. Por lo mismo, de hoy en adelante, un imperativo debiera
gobernar los espíritus y orientar las voluntades: el imperativo de selección.
Porque no existe otro medio de purificación y mejoramiento étnicos que ese eterno
instrumento de una voluntad operando selectivamente. Usando de ella como de un cincel, hay que
ponerse a forjar un nuevo tipo de hombre español.
No basta con mejoras políticas: es imprescindible una labor mucho más profunda que
produzca el afinamiento de la raza.
fragmentos de ORTEGA Y GASSET
ESPAÑA INVERTEBREDA
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