viernes, 10 de febrero de 2017

CATÁSTROFES NATURALES

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La pregunta nos asalta de inmediato: ¿Por qué?, ¿por qué pasan estas cosas y justamente allí donde más daño hacen?
No somos expertos en la lectura e interpretación de las Leyes de la Naturaleza, pero podemos, en cambio, ofrecer algunas sencillas hipótesis surgidas de los conocimientos tradicionales.
No debemos creer que estos fenómenos son producto exclusivo de esta época. Han existido siempre, aunque no siempre hayamos guardado memoria de ellos: más bien aquellos lejanos desastres hoy se confunden con mitos. Sin embargo, ¿no fueron cruentas catástrofes las que señalaron el paso de un período a otro de la larga historia del planeta? ¿Qué hay de los rastros de historias según las cuales viejos continentes –como la Lemuria y la Atlántida– fueron tragados por el fuego y por las aguas? ¿Cómo explicar esas violentas glaciaciones que, al parecer, alcanzaron desprevenidos a hombres y animales, algunos de los cuales quedaron congelados mientras hacían la digestión de las hierbas masticadas? ¿Qué fue de tantas especies vegetales y animales desaparecidas de pronto? ¿Y qué de ciudades de las que apenas si quedaron rastros, o a veces ni señales, salvo los relatos de aquellos tiempos? El egocentrismo humano nos hace ver el problema de hoy como el único y el más grande, pero no es así.
Por lo que sabemos, estas catástrofes afectan a varios puntos de la Tierra, sólo que aquellos más favorecidos por su riqueza material se recuperan antes, y la destrucción queda subsanada relativamente pronto, tanto como para que caiga más rápidamente en el olvido.
En cambio, cuando el cataclismo cae sobre las zonas más miserables, la recuperación es lenta, muy lenta. Al menos, y como contrapartida, se despierta la compasión y la solidaridad de los pueblos, se mueven las voluntades de ayuda y los medios de comunicación amplían mucho más el suceso. Es lamentable pensar mal en estos casos, pero no podemos dejar de preguntarnos hasta qué punto algunos de estos movimientos de cooperación no tratan de echar una discreta cortina de humo sobre delicadas situaciones de corrupción social, política, moral, económica, que así quedan relegadas a un segundo plano momentáneo.
La tierra está vieja y enferma; así lo dicen las antiguas tradiciones. Sus síntomas son cada vez más evidentes y lo que vemos como calamidades son apenas las quejas del planeta. Y a ello hay que sumar los efectos nocivos que producen los seres humanos en su inconsciencia y en su ambición desmedida, seguros de vivir sobre una roca insensible e inextinguible.
En un aspecto sí acertamos: en llamar «naturales» a estas catástrofes. No son producto del hombre… hasta cierto punto.
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La Tierra tiene sitios más frágiles; aquellos donde la densidad de población es mayor dentro de un espacio comparativamente pequeño. Esa misma densidad –si no se trata de poderosas capitales– habla de escasos medios económicos, de hacinamiento sin remedio fácil. Cualquier desastre, en estas condiciones, asume proporciones descomunales.
La Tierra tiene sitios «débiles»: istmos, pequeñas franjas encerradas entre dos mares, tierras bajas en hundimiento progresivo, volcanes siempre activos, fallas tectónicas entre placas continentales, ruptura de su capa de ozono, lluvias torrenciales junto a sequías incontrolables, extremos de frío y de calor, fenómenos como el de El Niño que de pronto se agrandan y arrasan a su paso. Si lográramos mirar nuestro cuerpo con los mismos ojos, comprobaríamos que también tenemos algunos puntos débiles donde es mucho más fácil que una agresión o una enfermedad se manifiesten en forma más cáustica.
Hemos perdido el sentido de la geografía sagrada. Hoy se vive y se construye en cualquier lugar y de cualquier manera. Desconocemos aquellos sitios donde las posibilidades de asentarse son más positivas porque allí confluyen energías benéficas de distinto tipo. Se construye según la moda, con unos estilos arquitectónicos que, a pesar de sus sistemas de seguridad, desafían la estabilidad y la estética. O se construyen tristes chabolas que no resisten ni el viento ni la lluvia, porque no hay otra forma de encontrar un techo, si se le puede llamar techo a esas planchas destartaladas.
¿Por qué quejarse entonces si hemos levantado campamentos sobre un hormiguero o sobre un nido de escorpiones sin saberlo? Hace mucho que hemos perdido la capacidad de hablar con la Naturaleza. Justamente, esas gentes sencillas y humildes que antaño sabían mantener ese íntimo contacto, hoy se alejaron y olvidaron aquel lenguaje, cambiándolo por la áspera lucha de clases y por las reivindicaciones airadas que no carecen de razón en absoluto, pero que no establecen ningún vínculo con la Tierra.
Esto no quiere decir que hablar con la Naturaleza sea pedirle lo que debe hacer para que estemos contentos. Significa penetrar en ella, comprenderla en sus expresiones y lograr, por consiguiente, que también nos comprenda. Es crear esa unión entre ambas partes, una amistad recíproca, y no esperar que la Naturaleza esté al servicio permanente del hombre y de sus necesidades y caprichos.
También la humanidad está vieja, cansada, carente de grandes ideales y decepcionada. Claro que existen excepciones, pero lo general es abrumador. Hay tanta violencia sin sentido que no debe extrañar que se ejerza contra los mismos hombres y, por qué no, contra la Naturaleza.
Así como está, sin ningún cambio a la vista, el diálogo entre los dos viejos, la Tierra y la humanidad, es imposible.
Es la humanidad la que debe esforzarse por reconvertir su vejez en experiencias útiles, su decepción en un diálogo con la Naturaleza para saber algo más de sus leyes. Esto no garantiza la desaparición de las catástrofes, pero sí su conocimiento previo, su prevención, la comunidad directa con esa grande y poderosa habitación que nos acoge y la posibilidad real de paliar los males humanos y -por qué no- los de la Tierra.
Después de todo, estas son catástrofes naturales, y todo lo natural tiene también una vía natural de solución.

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Autora: Delia S. Guzman

Recogido de:
http://biblioteca.acropolis.org/catastrofes-naturales/

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